Hoy es el primer cumpleaños en toda mi vida en que mi padre no estaba físicamente en algún lugar del planeta Tierra. Por la tarde, he ido a comprar al supermercado, he visto el zumo de manzana Granini que tanto le gustaba, y me he puesto a llorar. De vuelta a casa, he recordado también los últimos intentos de alimentarle recostado en su cama, dándole unas cucharadas de cuajada que luego supimos que tal vez había sido demasiado forzado y contraproducente, por los comentarios que nos hizo el doctor, que no lograba tragarla –no el doctor, mi padre–. Pero qué le íbamos a hacer. Uno intenta lo que buenamente puede, si su progenitor se está deshilachando ante sus narices. Lucha con los medios que tiene a mano, y si estos son una cuchara Inox y un lácteo de marca blanca, pues se arremanga y enfrenta con esas armas las embestidas de la Negra Señora de la Larga Noche con su afilada guadaña. Me retumba la caja torácica, como si el corazón se fuese a salir. Las estocadas y el colisionar de los metales centelleando en esa batalla desigual. Aún resuenan en mis sueños y en los viajes en ascensor. No me preguntes por qué.
Ahora lo que me da pereza es existir. Nos ha legado docenas de libros que devoraba sin cesar en sus últimos meses, algunos que compraba por triplicado, para que cada cual tuviera su propia copia al partir. Libros que analizaban la situación geopolítica global actual buscando formas de mejorarla, como si pretendiese pasarnos el testigo, seguir la lucha que él no pudo completar, la que abandonó o a la que las circunstancias le hicieron renunciar. Sus sueños de juventud, las ganas de cambiar el mundo. Múltiples tomos de Los enemigos del pueblo de Kropotkin y otros tantos con los que enterrar la voracidad suicida de la sociedad actual, si no con sus postulados, al menos con el peso de todos esos volúmenes sobre los cuerpos de la mezquina clase dominante que juega a las canicas con nuestras cabezas. Descargó una vieja misión sobre nuestros hombros. Nos pasa la antorcha. Ahora me toca a mí. No hay otro a quien pueda enmarronar. Me da pereza existir, que cuando la guadaña de la Negra Señora cercene mi cucharita Inox –o la que alguien sujete a mi lado– y mi pescuezo, la misión seguramente tampoco la habremos completado. Que solo seremos otro pequeño montón de viejas fotografías olvidadas en algún cajón, y ya nadie más sabrá lo grande que fue tu vida.
Dedicado a mi padre
Castelldefels, Catalunya (2012)
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