viernes, 6 de noviembre de 2015

akelarre

Por sus miradas se podía deducir que todos iban de ácido. Ahora no parecía tan buena idea haber subido a aquella fiesta de cincuentones desconocidos e indolentes que abrían la puerta al primero que picaba al telefonillo. Vestidos ellos de esmoquin y ellas de elegantes trajes de noche, se habían quedado congelados mientras mi primo y yo, entre 35 y 40 años más jóvenes, entrábamos en el salón barriendo el suelo sucio de copas vertidas y confeti con nuestros tejanos caídos, rotos y descosidos. Uno diría que en cualquier momento iban a realizar un aquelarre –de etiqueta, eso sí, todo hay que decir–, y nos iban a devorar, o peor, sodomizarnos, en un rito salvaje y arcano, como si de un Eyes wide shut castizo se tratase.

Crea la diversión en tu mente y serás libre de los demás y sus objetos. Algo así me pasaba por la cabeza en el instante justo que el descorchar de una botella de champán rompía el silencio glacial, y daba el pistoletazo de salida para que los invitados dejasen de escrutarnos lascivamente, volviesen la cabeza y retomasen las conversaciones que nuestra inesperada llegada había interrumpido.

Y como no andábamos precisamente cortos de jeta, lo primero fue surtirse en la generosa barra que el anfitrión había dispuesto. A falta de Ballantines, no hicimos ascos a las botellas de Chivas que había por ahí –eso sí, no cometimos la imprudencia de echarnos Coca-Cola, que la reputación de los adolescentes, cuya inconsciencia pueda parecer infinita, ya estaba suficientemente por los suelos como para que andásemos haciendo tales barbaridades, y aún menos ante esa camarilla, que pocas excusas aparentaba necesitar para empezar a despellejarnos vivos con sus dientes enfundados–. Así pues, nada como cargar bien las copas y sorberlas de un largo trago para dejar de sentirse fuera de lugar lo más rápido posible.

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