Desde que decidimos resolver la tensión sexual no resuelta, se jodió todo. Ese podría ser el resumen de nuestra película. Ese era el MacGuffin en esta aventura nuestra, y bien pronto que lo echamos a perder –demasiado pronto, nos diría el maestro Hitchcock–, con lo que inevitablemente la parte subsiguiente de la historia estaba condenada a aburrir al personal, así que no preguntes qué es lo que falló, qué es lo que nos hizo fracasar. Da igual. ¿A quién le importa? Revelamos el pastel en la primera temporada, y ya nadie quiso quedarse a ver la segunda. Normal. Ya nadie se acuerda. Y al quedar constancia o registro audiovisual de casi todo, el pasado no existe como tal. Está con nosotros en el presente en cada instante. El pasado no existe. La primera temporada no existe, y la segunda perdió la poca gracia que pudiese tener. Mulder y Scully se acostaron al primer calentón. Jack y Rose fornicaron al primer roce en todos los rincones del Titanic. Y al final resulta que solo eres un pequeño montón de viejas fotografías.
Lo importante –lo que queda– es que por la pena entra la bestia. Y vaya si entró. Como un miura a cornear los ojetes de los diestros. Una pena tóxica y pegadiza; el chapapote en la Costa da Morte que fulminó de pura tristeza a Man el Alemán, que vio morir ante sus ojos a la Mar, su gran amor, sin poder hacer nada para remediarlo. Una pena viscosa y densa; la lava del volcán, dejándonos carbonizados, ariscos, espinosos e impracticables como el malpaís de nuestra querida isla de Lanzarote, arrasados por dentro y por fuera, siempre a punto de estallar, una tierra yerma en la que nunca crece nada. Por la pena entra la bestia. Y vaya si entró. Una bestia virulenta que me azota cada noche, no desde allí donde lo dejó la noche anterior, sino de nuevo cada vez desde el principio, cual Sísifo arrastrando su roca en la ladera de la montaña. Y es que resultó que solo en eso consistía la función. Comer. Dormir. Follar. Y jugar al MarioKart.
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