Un lejano verano, que ya
se empieza a perder en la memoria, un hombre y yo nos cruzamos en la misma
acera de una larga manzana de Malasaña, en algún instante entre las 6.51 y las
6.53h de la mañana, cada mañana durante noventa-y-dos días seguidos, ni uno más,
ni uno menos.
Nos llegamos a conocer mejor
de lo que nadie puede llegar a conocerse, salvo que circunscritos en un pequeño
margen de tiempo de unos escasos dos minutos. Él sabía, mejor de lo que nadie
podía llegar a saber, y sin necesidad de haberme puesto un chip en la oreja,
dónde estaría yo entre las 6.51 y las 6.53h de la mañana, con una precisión de ±50 metros, y lo mismo yo de él. Él
sabía, mejor de lo que nadie podía llegar a saber, qué me pasaba por la cabeza entre
las 6.51 y las 6.53h de la mañana, porque era lo mismo que le pasaba a él por
la cabeza: “¿Me cruzaré hoy también con el tipo ese en el mismo lugar?”, “Uy,
parece que hoy fallará… No, hombre, míralo. Ahí está doblando la esquina”, etc.
Ahora, el recuerdo de ese
extraño, como tantos otros, no es una imagen dinámica, sino una foto fija. Y me
pregunto, de todas las distancias a las que lo tuve en esa manzana larga como
dos en la que nos cruzábamos, ¿por qué decidí guardarlo en mi cabeza estando él
lo más lejos posible de mí, casi en la esquina justo después de haberla
doblado? ¿Es que temo por algún motivo recordar su aspecto?
Y lo que es más raro aún,
¿por qué, a medida que pasan los años, me parece que la posición que ocupa el hombre
en esa foto fija que es mi recuerdo se acerca cada vez más a mí? ¿Qué pasaría
cuando estuviese suficientemente cerca como para identificarlo?
Conforme se acerca ese día
en que el extraño por fuerza estará a una distancia tan próxima como para que
eso ocurra, mis ansias se acrecientan. Finalmente llega el tan esperado
momento, y antes de que pueda reaccionar, me interpela: “Hola. Por fin nos
volvemos a ver. ¿Eres tú?” “Sí, creo, sigo siendo yo, o al menos eso me dijeron
ayer mis amigos”.
Sucede algo que no puedo explicar. A pesar de estar a tocar de brazos,
distancia a la que ya debería ver con nitidez la fisionomía del susodicho, su
cara aún aparece emborronada. Alargo la mano para tocarla y él me imita como
una imagen especular. “Somos dos”, le digo. “Somos uno”, replica él. “Te he
estado buscando desde que dejamos de cruzarnos, y ahora que te he encontrado,
estoy en paz. Ya puedo al fin volver a doblar la esquina, y recorrer esta
manzana por última vez.” Después de ese día, por mucho que lo intentase, ya
nunca más fui capaz de ver a ese extraño en mi recuerdo. El hombre que me llegó
a conocer mejor de lo que nadie podía llegar a conocerme. Únicamente una larga
manzana desierta, baño de soledad a la luz naranja del amanecer madrileño, y mi
rostro reflejado en la pantalla del móvil.
Por el poder que me confieren las cebollas, declaro iniciada una nueva era de tontería humana.
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