“Je est un autre”, escribía, barrado, Arthur Rimbaud: “Yo es un otro”. No solo porque todos somos el otro de alguien, sino porque cobijamos un otro que determina nuestros pasos, nuestros gestos, nuestro lenguaje, y del que nos queremos desprender. Pero también el yo es un otro cuando se mira desde fuera, cuando la noticia que tiene de sí mismo es la imagen que le devuelve el espejo; el yo es un otro en la medida en que proyecta una imagen externa que no dice tanto lo que es como lo que quiere llegar a ser. Este desdoblamiento del sujeto entre lo que realmente es y la imagen que proyecta –desdoblamiento con constantes desajustes que inaugura una relación problemática del sujeto consigo mismo.
Hay, en [el film] La sustancia, una política de lo abyecto, de la fealdad, del devenir-monstruo que desestabiliza y atenta directamente contra el corazón de la ideología de la belleza del capitalismo avanzado y la mercantilización –y erotización– de los cuerpos. (...)
Acaso esa sea la forma de narrar que el infierno está en nosotros. El infierno es el otro que llevamos dentro y nos impide decir yo-soy, es el rastro que queda de la batalla perdida entre la imagen que proyecta el espejo de la ideología y las condiciones reales de existencia de los sujetos vulnerables y solos, que necesitan el cuidado y lo común, y no la competencia diaria, erótica y laboral, a la que somos abocados cotidianamente por el mercado capitalista.