¿Qué se supone que tiene que hacer uno a los 14 años cuando, ya bajo la puerta presto a partir, su madre le entrega apresuradamente una caja de condones Eurotron 2000, simplemente porque está alarmada al ver que su hijo se va de fiesta a una lejana casa en la que se quedará a dormir? ¿Decirle que podría haber sido menos cutre y haber comprado unos que no fuesen de marca blanca? Ante la duda, y rápido para evitar oír brotar de sus labios algún comentario del tipo ‘hijo, deberías usar protección’, los tomo sin reparar en su tamaño, sabor o textura.
Lo que ni ella ni yo sospechábamos en ese momento era que, para mi desgracia, esos pobres preservativos iban a caducar sin llegar a ver cómo era el mundo fuera de su hortera caja plateada.
Algunos años más tarde, en el marco de una alocada fiesta en mi casa –bueno, la de mis padres en realidad–, un amigo bebido –y algo cabrón– se apiadaría de ellos, y me los robaría, sin reparar en su tamaño, sabor, textura ni fecha de caducidad. Me imagino que, con la lógica arrogante de la embriaguez, juzgó –acertadamente, sin embargo– que yo con mi aspecto y timidez aún habría de tardar en usarlos.
Y la historia se acaba aquí, puesto que no sé qué sucedió con ellos después. Sólo diré que varias veces deseé algún mal para escarmiento del ladrón, y que el hecho de desconocer las implicaciones de la caducidad para ese tipo de anticonceptivos es un valor añadido, ya que permite a uno imaginar un amplio abanico de situaciones, a cada cual más cómica o escabrosa. Y es que ¿hay alguien que sepa que pasa al usar un condón caducado? ¿Se autodestruye implosionando en una bonita nube de confeti? ¿Solidifica con forma de palmera? ¿O es que se rompe y, en un efecto boomerang, potencia la capacidad preñatoria de los espermatozoides del desafortunado que lo viste?
Lo que ni ella ni yo sospechábamos en ese momento era que, para mi desgracia, esos pobres preservativos iban a caducar sin llegar a ver cómo era el mundo fuera de su hortera caja plateada.
Algunos años más tarde, en el marco de una alocada fiesta en mi casa –bueno, la de mis padres en realidad–, un amigo bebido –y algo cabrón– se apiadaría de ellos, y me los robaría, sin reparar en su tamaño, sabor, textura ni fecha de caducidad. Me imagino que, con la lógica arrogante de la embriaguez, juzgó –acertadamente, sin embargo– que yo con mi aspecto y timidez aún habría de tardar en usarlos.
Y la historia se acaba aquí, puesto que no sé qué sucedió con ellos después. Sólo diré que varias veces deseé algún mal para escarmiento del ladrón, y que el hecho de desconocer las implicaciones de la caducidad para ese tipo de anticonceptivos es un valor añadido, ya que permite a uno imaginar un amplio abanico de situaciones, a cada cual más cómica o escabrosa. Y es que ¿hay alguien que sepa que pasa al usar un condón caducado? ¿Se autodestruye implosionando en una bonita nube de confeti? ¿Solidifica con forma de palmera? ¿O es que se rompe y, en un efecto boomerang, potencia la capacidad preñatoria de los espermatozoides del desafortunado que lo viste?
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