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Memnón, ya en las afueras de Éfeso, decide
proseguir la marcha solo bien entrada la
noche, bajo el beso de la luna nueva pero no por ello ausente, y seguir al Lucero del Alba, para encaminarse al sur/este y no perderse. A pesar de pisar sobre terreno
desconocido, avanza con el nervio que imprime el terror.
Lo oscuro es un lienzo prístino en el que con
facilidad se proyectan los recuerdos que atormentan a uno. Así, debe apartar a
brazadas las razones por las que abandona Éfeso, como materializadas en unas
amenazantes Moiras de carne y hueso que le abordan por los costados: esas
abultadas e infundadas deudas que le reclama el miembro de una poderosa facción, aprovechando la coyuntura política favorable a tales desmanes
por su parte, y que, de no huir, hubieran acabado por engullirlo para después
escupir su esqueleto en unas mazmorras cualesquiera. Pero no puede permitir que
estas tribulaciones nublen su juicio ni le causen más demora, pues los esbirros
del usurero le dan caza –ya es seguro, su cabeza tiene precio–. Los alientos de
esos perros no puede ver, pero todo el bosque los huele, y oye el siseo de sus
dagas nacaradas. Untadas del veneno de la falsa justicia, sólo ansían extirpar
el bolso con los dracmas de Memnón,
y de entre sus vísceras las menos afortunadas.
Desconoce cuántos le persiguen, pero con
certeza serán más, y más jóvenes, y por ello parece que lo más prudente sería
no emboscarlos. Tampoco sus manos, ahora huesudas y encallecidas, son ya las
mismas que veinte años atrás asían firmemente la sarisa con la que perforaba soldados esclavos del Rey de Reyes. Y sus
armas… ah, sus armas… ancianas como él, sin derecho a sosiego... Al partir precipitadamente, consigo sólo pudo
llevar la espada corta; por otro lado, en este frondoso bosque, la única útil y
con la que podría avanzar a buen ritmo. Y, justamente, en su situación es muy difícil acertar una cadencia de paso equilibrada,
que no le fatigue en exceso y le salve de traspiés alguno en esa densa
oscuridad, pero que mantenga los predadores a distancia segura. Y por los
Dioses… la falta de sueño no da tregua, que confiere a todo un fluir tan plomizo...
Con el paso de las horas, y en tanto le parece no estar siendo alcanzado,
le invade –y él no la combate– una falsa sensación de seguridad.
Más pensamientos se abren paso “Oh… si sólo tuviera una fracción del vigor de
los odrisios. ¡Cómo corrían! ¡Jamás conocí unos guerreros semejantes, capaces
de cubrir unas distancias sin monturas en unos tiempos que escapaban a toda razón! Siempre
sorprendían a uno en el lugar que menos lo esperaba. Muy rápidamente aprendimos
a no bajar la guardia nunca en las vecindades de sus tierras, ni lejos de ellas,
cuando íbamos a su encuentro”.
Pero el sueño y el agotamiento van haciendo mella no sólo en sus piernas,
sino también en su resolución y en la claridad de sus razonamientos.
Ingenuamente, esperaba que esos degolladores de cabras desistieran tan pronto
abandonase la ciudad, pero la bolsa por su cabeza debe ser más alta de lo que
suponía, o en las motivaciones de alguno de los susodichos se deben mezclar también
asuntos personales. Empieza a estar harto de huir y en su interior va tomando fuerza
la idea anteriormente descartada de emboscar a sus perseguidores. “¿Creerían
esos malnacidos que Memnón era un viejo decrépito? ¿Una presa fácil? ¿O habían
sido advertidos de que no debían fiarse? En cualquier caso, el hecho de que aún
no hubieran podido darle caza debería haber puesto ya en alerta al más precavido”.
La voz de la cautela, que suena como la de su difunta tía Andrómaca, le sugiere
que nada debería arriesgar sin saber cuántos son, pero ¿cómo averiguarlo? En las
circunstancias en que se halla, si finalmente optase por la emboscada, lo único,
sin duda, rezar a la diosa Fortuna para que no sean más que cuatro, dividirlos,
y acabar con ellos en dos cargas independientes, con el factor sorpresa a su
favor. Así pues, decide avanzar en zigzag; por aquí y por allá, dejando rastros
que induzcan a confusión, que les fuerce a separarse e ir unos por un lado y el
resto por otro. Además, ahora sus ojos ya no sólo se preocupan de elegir la mejor
pisada, sino que escudriñan en derredor esperando encontrar el lugar idóneo
para tender la emboscada.
Ha dado por fin con un sitio que aparenta ser apropiado –“a los Dioses ruego
que mi juicio no esté ahora tan nublado como lo están mis piernas”–: una gran
roca desde la que podría saltar sobre uno de los grupos de perseguidores –si efectivamente
ha logrado engañarlos y se han dividido–, pudiendo hacer mucho daño de una sola
vez, en el caso que los integrantes del grupo no guarden una distancia excesiva
unos con otros. En preparación del asalto, cubre con barro fresco su cara, sus brazos
y la hoja de la espada, para que ningún reflejo traicionero pueda poner sobre
aviso a los caza-recompensas, y luego espera pacientemente.
A poco tardar, se oye el crepitar de pisadas sobre hojarasca. “¡Maldición!
Tres sombras, en columna de a uno, separados por dos brazos. Demasiados, para afrontarlos todos a la vez, y
demasiado alejado el primero del tercero, pero ya no hay vuelta atrás…”. Memnón
se lanza sin pensarlo sobre los dos últimos, con intención de golpear la cabeza
de uno con la empuñadura de la espada, y la del otro con la piedra que sujeta con
la mano izquierda. La empuñadura percute certeramente en la coronilla del que
cierra la columna, pero no así la piedra sobre el segundo perseguidor, pues esa
mano es la suya menos diestra, y, como bien había observado antes, marchaban en fila conservando prudente distancia. Aun así, el impacto ha sido importante, y espera
que, si no de forma indefinida, al menos durante unos valiosísimos segundos, ese
contrincante esté también fuera de juego.
El que abre la columna, al oír los secos crujidos, se gira rápidamente, ya
con la espada desenvainada, y, para su sorpresa, contempla tres hombres en el
suelo. Sin embargo, la oscuridad no le permite distinguir a Memnón de sus
compinches, y duda a quién asestarle estocada. Muy valiosos resultan también
esos breves instantes, pues permiten a Memnón recuperarse de la caída, afianzar
los pies en el suelo y propulsarse con gran ímpetu contra el estómago de ese oponente, que es derribado. Sujetándolo contra el suelo, le asesta un par de
puñetazos a lo que cree es su mentón –la espada se le escurrió en la
primera acometida–, y no hay tiempo para más, pues ya oye al segundo
aproximándose por su espalda. Rueda a un lado en el momento justo, con lo que,
sin poder evitarlo, el atacante, con la destreza aún muy mermada por la
pedrada, ensarta su espada en su compañero tumbado.
Es evidente que se trata de un rudo rufián asaz curtido
en este tipo de lides, porque apenas pestañea ni merma su resolución por el
hecho de acabar de herir de gravedad a su par, y, con la velocidad del rayo, dirige
de nuevo la espada hacia Memnón, en un movimiento horizontal, con intención de hacerle un tajo en el tórax. Sólo un duro y delgado
tronco, que por azar se encuentra en el camino de la hoja, impide que ésta le
rebane el cuello. Ahora sí, una segunda piedra, asida firmemente con la diestra
por Memnón, va a dar con fuerza en la frente del espadachín, y acaba el trabajo
que no pudo completar la primera. Tras tomar aliento, recoge la espada y hace
tajos en los tendones de las piernas de los perseguidores. Si hay un segundo grupo,
y da con ellos, deberán llevarlos a sanar y no podrán proseguir con la
persecución o, si no hiciesen eso, al menos no podrán proseguir a una velocidad
suficiente como para suponer un peligro a corto plazo para Memnón.
ruins of Apameia/Afamia (Greek/Arabic), Syria (2010)
Nota: Memnón huye de Éfeso con 44 años, en el 404
a.C., porque los partidarios de los espartanos, y gentes en rebelión contra la
tiranía de los atenienses, van a represaliar a los partidarios de los atenienses que quedan en Éfeso, como él (pues el bando ateniense es en el que
inicialmente luchaba Éfeso), ahora que, al final de la Guerra del Peloponeso,
el poder de Atenas está netamente debilitado tras la batalla de Egospótamos , en la que Atenas ha perdido
a su flota. Memnón huye en dirección a una
de las satrapías persas más cercanas a Éfeso (Lidia o Caria, donde gobierna su amigo Tisafernes).
Venus (la diosa Afrodita para los griegos) apunta al Sur en verano, y
algunas otras épocas del
año, y sí, en la antigua Grecia sabían de la existencia del planeta
Venus, pero lo llamaban el Lucero del Alba (como hoy en día), Eósforo o
Héspero, según si era al
alba o al atardecer .
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