viernes, 6 de noviembre de 2015

oikumene 1 - la muerte del gigante Magón

La piedra, que con tanta violencia había lanzado aquél bárbaro, llamado Magón, impactó de lleno en su mejilla izquierda. El yelmo salvó a Memnón de una muerte segura, pero no evitó que se desplomara conmocionado, presa fácil de cualquiera que en el tumulto quisiese darle el golpe de gracia. A su alrededor sólo formas en movimiento, rojizas y borrosas por la sangre que cubría sus ojos. Y de entre todas, la del gigante fenicio se aproxima amenazante, blandiendo sobre su cabeza algo que Memnón no alcanza a distinguir.

Desde el suelo, en un intento desesperado, se revuelve, todavía torpe y lentamente por efecto de la pedrada, buscando cualquier cosa con la que defenderse. Alzándose sobre el otrora ensordecedor ruido de la batalla, fluye ahora a sus oídos una melodía lejana, y se pregunta si, sin darse cuenta, ya empezó el viaje al Hades. Las dulces notas le transportan a las cálidas sobremesas veraniegas, en el regazo de su madre, donde, a la sombra de un toldo, rodeados por viejos olivos y campos cobrizos, ella tararea una nana mientras le mesa el pelo, y recita por veces esa perturbadora poesía que tanto le gustaba:

Digo, todavía eres belleza, sueño y piedra.
Digo, bella, que todavía eres mito translúcido,
por el que veo tu savia pendenciera,
como si fueras vaina con pulso.

Pero arrópame, mercenaria de tez fúnebre,
que arrojas tierra a los ojos de tus guerras.

Este momentáneo estado de ensoñación se desvanece rasgado por el grito de Magón, que sin embargo no ha llegado a tiempo de evitar que el recuerdo de su madre le muestre a Memnón el camino. Como un mulo terco que se resiste a morir, recoge un puñado de arena ardiente entre sus dedos. Con gran esfuerzo gira sobre un costado y dirige un latigazo a lo que cree es la cara del fenicio, que detiene en seco su acometida y, ahogando un grito, se lleva una mano a los ojos. La otra sigue sin soltar la empuñadura. El mercenario griego aprovecha esos instantes para incorporarse, con la escasa velocidad que su estado le permite; se abalanza sobre el adversario, con los brazos sujetando fuerte su muñeca, voltea la espada corta y hunde la hoja en su estómago. El bárbaro aúlla de dolor, le fallan las fuerzas y cae sobre sus rodillas. Memnón, en un acto reflejo, da un gran paso atrás.

Un sexto sentido le advierte que está siendo observado, y mueve la cabeza el ángulo justo para divisar, sobre un altozano, a su izquierda y a través de la polvareda, un persa de tez morena, noble mirada y espesas barbas oscuras. Más abajo, el arco tensado y la flecha presta a partir para reclamar la vida de Memnón. Sin embargo, contrariado por la bravura del heleno, el asiático decide concederle otro día, ladea el cuerpo y descarga sobre otro enemigo.



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