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El guerrero exhausto tras la batalla,
empuñando su espada de hierro.
Ésta a un costado y la punta baja,
mientras otea el paisaje desolador
que se extiende imponente a sus pies.
teñido de rojo se mece,
dibujando el perfil de un Sol cansado
al que no afectan sus caricias.
Los gritos de los heridos
rasgan la bruma por doquier.
Se suman y se entremezclan
en el viaje hasta sus oídos.
El tiempo se ralentiza.
Sería así la vida si hiciera parte
de un cuento de muerte sin fin.
Viendo a su padre absorto en sus pensamientos, Argelao le inquiere: – Si no
es indiscreción, padre, ¿puedo saber en qué piensa?
En un primer momento, cree que no ha oído su pregunta, pero cuando está a
punto de repetirla, Memnón se recompone y toma aire: – Ah, pues… recordaba el trigal
tras la batalla… Un jardín rojizo de miembros amputados y hombres con las
tripas asomando por profundos tajos, como muñecos deshilachados... Uno no puede
evitar palparse el estómago para cerciorarse de que siguen todos ahí... – tras
acabar esta última frase en un tono apenas audible, permanece unos instantes
pensativo.
– ¿El qué, padre?
– Los intestinos, hijo, los intestinos... Me creerás si te digo que poco
hay más perturbador que ver el propio interior salir fuera de uno mismo, y la
sangre que no se acaba...
Transcurrido largo tiempo en el que Memnón prosiguió el camino completamente ausente, y mucho después que
Argelao creyera concluida la conversación, el primero exhaló sonoramente: – En verdad te digo, hijo, hacer la guerra es, en su
mayor parte, y sin importar cuántos lo nieguen, más tedioso que labrar las
tierras. Y gloria no se encuentra en lugar alguno, sino en la mirada serena de
unos pocos caídos, o, al volver victorioso, en la prosa reposada de los que eludieron combatir y no la han vivido de cerca.
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