Nota: Ver previamente la entrada "oikumene 1 - la muerte del gigante Magón":
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Tras la batalla, de la que la Liga de Delos ha salido victoriosa, Memnón,
extenuado, reposa bajo la sombra de una encina. Frente a él desfila una larga
hilera de prisioneros, donde se encuentran representadas y mezcladas todas las
etnias y naciones del mundo conocido, desde algún feroz griego de Esparta que
se dejó capturar con vida, y muchos de otras polis aliadas de los laconios,
hasta bárbaros venidos de todos los confines del Imperio Persa, guerreros con
aspectos como nunca antes había visto. “Pero… un momento… entre ellos... sí, no
hay duda, su porte elegante… es él, el arquero persa que me perdonó la vida. Ni siquiera sus
ropajes hechos girones, manchados de barro y sangre seca, le hacen perder un
ápice de presencia”.
Memnón, sin poder refrenar su curiosidad, sigue a los prisioneros para ver
a dónde los conducen. Éstos son obligados a entrar en un recinto delimitado por
una empalizada de madera que se ha levantado improvisadamente en un claro del
bosque, se les encadena en grupos de cuatro a unas argollas que se han clavado
fuertemente en el suelo por medio de estacas.
Los días siguientes, Memnón acudirá con frecuencia al vallado para observar
al persa, un personaje por el que su interés no hace sino aumentar con el paso
del tiempo. Por esta misma razón, no duda ni un instante en presentarse
voluntario para las misiones de vigilancia de los prisioneros y escolta en el
intercambio de éstos y otros rehenes que está por tener lugar entre los dos
bandos, una vez concluida la batalla y negociados los términos de dicho
intercambio. Admitida su solicitud para custodiar la improvisada prisión, Memnón
hace lo posible por ubicarse en el puesto de guardia más próximo al persa; si
hace falta, sobornando a algún compañero a cambio de unas pocas de sus gachas.
– Hola, no nos han presentado. Mi nombre es Tisafernes – dice, en un griego
cultivado, pero con acento peculiar, el arquero, que por supuesto había notado
las miradas curiosas que el muchacho griego le había dedicado los días
anteriores. – Soy (o era, mientras no me devuelvan con los míos) el máximo
servidor de Darío II en Lidia y Caria. Si no te molesta que pregunte, ¿en qué
polis naciste, y por qué luchas como luchas?
“¿Se acuerda de mí?” – Soy Memnón, hoplita de Éfeso, y lucho para que mi
polis, mis hermanos, ninguno tengamos que vivir bajo el yugo de los bárbaros de
Persia… bueno, y de los laconios y mm… – con un fervor que decae progresivamente
conforme más se da cuenta de lo pomposo y altisonante, primero, y poco creíble,
después, que suena su discurso, pues él mismo nunca ha acabado de comprender
muy bien el porqué de esa guerra.
– Oh, interesante punto de vista. Sin embargo, ni tú ni los tuyos tenéis
inconveniente en vivir bajo el yugo de Atenas, ¿me equivoco?
– No es… no es lo mismo – sin saber muy bien cómo articular una réplica
mejor.
– Me parece que eso es justamente lo que quieren que pienses algunos charlatanes
de Atenas.
– ¿Cómo es que conoces tan bien mi lengua? – queriendo cambiar de tema,
pues no deseaba que el persa, que muy probablemente sería capaz de elaborar elegantes
argumentos a la par que contundentes, le confundiese. Y es que, aunque en la
batalla apenas hay un instante para pensar, nada puede ser peor que albergar
dudas respecto a si es justo o no el propósito que está llevando a uno a hundir
el hierro en las carnes de tantos congéneres.
El hombre sonríe: – Me parece bien. No hablemos de política, si es esa tu
voluntad. En lo que concierne a tu pregunta, en la corte, a la inmensa mayoría
de los que habremos de ocupar puestos de relevancia, se nos exige dominar el
griego; particularmente a aquellos que, como yo, ostentaremos (¿es así como
decís?) satrapías en Asia Menor, por el trato que habremos de mantener
frecuentemente con representantes de las polis griegas en esas costas.
Impaciente: – Me gustaría mucho aprender vuestro idioma, y cosas del lugar
del que vienes.
– Vaya, admiro tu interés, no es algo muy
habitual, y por supuesto me complacerá instruirte, pero dudo de que dispongamos
del tiempo suficiente –. Pero en eso Tisafernes yerra, puesto que, aunque ellos
todavía no lo saben, el intercambio de prisioneros se demorará unas cuantas semanas,
por la incapacidad de los contendientes para consensuar unos términos
mutuamente satisfactorios. Así pues, finalmente
tendrá oportunidad de enseñarle una parte nada despreciable de su lengua y su
cultura, empezando por una bonita palabra fenicia: Shalom (paz).
Shalom (paz) (inscripción en fenicio del s. VIII a IV a.C.)
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