¿Qué pensaría usted si
encontrase una brújula y un condón en la cartera que le acaba de robar a un
tipo? Pues en la oscuridad de mi salón intento reconstruir su cara, con la
esperanza que eso me ayude a encontrar una explicación plausible. Pero todo el
esfuerzo es en vano. Quiero decir, logro visualizar a la perfección su casaca
roja, los bolsillos y el momento del hurto, pero nada más.
Aunque, ¿quién puede
asegurar que los rasgos faciales de la víctima me darán más pistas que los
rotos y descosidos de su abrigo? ¿Se trata de un marinero en busca de su
furcia, un excursionista del montón, un bromista precavido, u otro amigo de lo
ajeno? Y en todo caso, ¿qué más me da? Todas estas cavilaciones baratas se
deben únicamente a que el hallazgo me ha desconcertado. Lo importante sólo es
el metálico que llevaba el desafortunado, que, por cierto, no es mucho.
Haciendo honor a la
costumbre, me dirijo a Perdición, mi antro de adopción, origen y fin de todos
los caminos, donde el escaso botín me dará al menos para un par de vasos llenos
de ese bourbon guatemalteco que sirven a los más incautos. A lo mejor sus
efluvios tóxicos me inspiran.
Doblo la esquina y ya
huelo sus butacas de terciopelo acolchadas, envejecidas y horadadas por mil
colillas, atrapando al personal como un velcro irresistible hecho de colmillos
de perros con rabia, que por nada soltarían a su presa. Allí, beber es un
trabajo y, a pesar de la feroz competencia, Pushkin es el empleado del mes.
Ringo, tras la barra, está fregando un vaso. Uno de sus ojos apunta al
televisor, mientras el otro persigue a la única mujer del local que no se puede
confundir con un hombre. El aire, respirado mil veces, es el de un submarino
alemán en el fondo del mar; aire, si se puede llamar así, que alguien olvidó
apresado en una bodega de metal herrumbroso. En el barrio, donde reside un
número tan elevado de artistas cuya petulancia excede los límites de la razón,
la existencia de un reducto de brutalismo y vulgaridad como este antro es una
bendición.
Avanzo hacia un asiento
libre junto a Love machine, otro cliente habitual,
de los pocos a los que no parece que le haya pasado un cortacésped por la cara,
un cruce entre Tina Turner y Mickey Rooney, alto como la primera, habiéndole
sustraído el segundo. Es un gozo que nadie preste atención a mi presencia. Tras
el saludo de cortesía al anciano y a Ringo (sólo con ellos ese acto tan
inocente no puede volvérsele a uno en contra, en la forma de un fastidioso monólogo de tres cuartos de hora, ante el que sólo cabe asentir, brindar y alzar las cejas), le señalo a éste último la botella de bourbon del segundo
estante. No hace falta que le diga que lo quiero on the rocks –nada en mí genera un condicionamiento pavloviano comparable
al crepitar del hielo cuando es abrazado por el alcohol–.
No es ninguna novedad
que entre alguien en Perdición, pero sí lo es que entre alguien nuevo. Y, a
pesar de que doy la espalda al recibidor, eso es precisamente lo que puedo leer
en la mirada llena de desconfianza de Love machine, que interrumpe en seco una de sus habituales diatribas sobre si son
mejores los futbolines de madera o los de acero. El asunto no tendría mayor
importancia para mí, si no fuera porque el tipejo, un hombre corpulento de
cincuenta y tantos, sostiene doblada en su mano derecha una casaca roja
idéntica a la del desafortunado al que birlé la cartera, so do the
maths. Parece que, por una ironía de la vida, la víctima acude
por su propio pie a la guarida del lobo y, a mayor gloria de la diosa Fortuna,
toma asiento al lado de éste.
Tras los obligados “Buenas noches” y “¿Cómo está usted?”, se sucede una
hora larga de charla animada y animosa, que el compadre interrumpe con un “Te
invito a… ¿qué estás tomando?”. Le contesto y Love machine se
descojona. Él se palpa los bolsillos, primero con calma, y luego más nerviosamente
aquí y allá, con la cara mudando de una mueca de incomprensión a otra de
disgusto. “¡Joder, me han robado la cartera!”, dice con la mirada perdida. “Qué
me vas a contar…”, musito para mis adentros, y sigo con voz sonora “¡No hace
falta que te inventes ninguna excusa, hombre! Esta ronda ya la pago yo”,
mientras agito en el aire los billetes de su cartera. “Lo de menos es el
dinero...” –“no me digas”, y continúa– “…lo que es una putada son los
documentos de identidad, las tarjetas de crédito…” –“las brújulas y los condones…”,
mordiéndome los labios para no reír– “… y bueno, un par de objetos con mucho
valor sentimental”. Ahí reconozco que ha captado completamente mi atención. Entonces
me cuenta que llevaba un par de recuerdos de su hijo, las únicas pertenencias
que encontraron tras su desaparición un fin de semana que fue al bosque con
unos amigos. “Y no se lo digas a nadie, pero, por mucho que me desagrade, y por
mucho que me esfuerce en evitarlo, cuando miro esos recuerdos indefectiblemente
me entristezco al pensar que murió virgen“. Transcurrido un rato, aprovecho que
se va a los retretes para largarme, no sin antes dejar su cartera sobre la
barra. Perdición, origen y fin de todos los caminos.
Nota: de la serie "historias de Perdición"; aquí el resto: https://joseirojas.blogspot.com/2022/01/historias-de-perdicion.html
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