Deslizan sobre la arena en un viejo Lada Niva que deja tras de sí un reguero de pedazos y humo negro. Se dirigen al poblado de M’Hamid, remontando el curso de un cauce seco, salvo por un tímido riachuelo que lo desciende con torpeza. Parece esperar impaciente la llegada de una crecida con la que vengarse de los niños que se burlan de él.
Asomando el brazo derecho y su cara por la ventana, no presta atención al monólogo de su compañero y conductor sobre lo molestas que son las personas que no dejan hablar a los demás. Los ojos cerrados por el polvo que levanta el coche que les precede.
Nota como ese aire y Sol de desierto abrasan su piel sucia de arena. Se recrea en esa sensación que, cuando está inmóvil, le provoca una paz infinita, y que ahora también apaga la cháchara de su amigo, la voz de Nusrat Fateh Ali Khan en el radiocassette y todos los ruidos de alrededor. Y entonces vuelve a recordar la bonita melodía que ella punteaba en su guitarra. Recuerda cómo la oía desde el balcón y creía percibir, aunque tenuemente, que cada noche la tocaba mejor.
Curiosamente, es el silencio de su compañero lo que de repente le despierta de su paseo por el pasado. Cuando abre los ojos, se alegra por dentro al divisar al fin el poblado frente a ellos. Quiere reír pero la polvareda se lo impide.
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