Un cuarentón de farra es como un caracol intentado cruzar una carretera. Llega un
momento en que tu cuerpo ya ni da para mezclar cuatro mierdas en un par o tres de bodas al año, y te acabas arrastrando entre los edredones, el sofá y la
cocina las siguientes 48 horas, abrazado a una papelera, como si salieras de
unos ensayos de la vacuna del ébola.
El
último tren nunca es el más bonito. El más bonito ya pasó. Y uno se queda
desangelado, con esa sensación de “no puede ser…”. Pero cuantos más dejas
pasar, peor. Pillar el último tren es ponerse a jugar a la tragaperras que hace
un minuto vistes que escupió el jackpot a otro imbécil. Lo haces a
desgana. Lo haces porque no hay más remedio, a pesar de que sabes que está
condenado al fracaso.
¡Qué
guapa estabas, Amanda! ¿Por qué no te eché ficha cuando tocaba? Sí,
sí, ya sé que no es nada nuevo lo que digo... pero la responsabilidad es lo quenos hace envejecer. Sin embargo, eludirla es más triste que hacerle trampas
al parchís a tu hijo: aunque nadie mire, sabes que está mal, y que de algún modo u
otro te va a pasar factura. La clave es no tener domicilio social. Un lugar
donde te puedan encontrar. Un lugar al que te puedan mandar un burofax.
Gasté contigo todas mis personalidades,
tantas como personas he conocido y lugares he frecuentado, y ni así logré
engatusarte. No importa lo que piense o haga, el mundo es un rodillo que no se
detiene, y me pasó por encima. No lo puedo evitar. Me da pereza vivir la vidasin ti. El futuro pesa demasiado para mis hombros solos. Y aun así no sé por
qué me levanto con tanta hambre cada día –aunque, tras las tostadas y el café, ya
todo parece cuesta abajo–.
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