Ariadna no es feliz. Sus
padres saben que algo anda mal, pues ya no se levanta con esa dulce sonrisa por
las mañanas como hacía antaño. A veces, con el rabillo del ojo los sorprende
cuchicheando e intercambiando miradas a sus espaldas, mientras están sentados a
la mesa, creyendo que ella está absorta con el televisor.
Por la cabeza de los
progenitores pasan las más variadas teorías y especulaciones, que una tras otra
van cayendo por su propio peso, e intentan, sin éxito, sonsacar sutilmente de
la niña alguna valiosa información que les pueda ayudar a comprender lo que le
sucede.
El padre llega al extremo
de faltar alguna vez al trabajo para espiar desde la calle a Ariadna en el
recreo, y es tras varias de estas ocasiones que cree dar con una explicación:
los demás niños y niñas han dejado de hablarle; ni siquiera las que fueron sus
mejores amigas, que llegan incluso a tirarle tierra, piedras y trozos de
bocadillo. Abatida pero no derrotada por la noticia, la madre sugiere que sería
una buena idea que los tres se fuesen un fin de semana a la montaña para que
Ariadna desconectara y recuperase su sonrisa, y así hacen. Montan el campamento
en un claro del bosque junto a un alegre riachuelo, en las márgenes del cual se
apilan miles de cantos rodados de todos los tamaños y colores.
Ariadna se despierta el
sábado al amanecer y, cuando sale de su tienda, ve a su padre tumbado junto al
lecho de río, aparentemente hierático, pero en su silueta recortada puede
apreciar unos leves movimientos de mandíbula. Ante la pregunta de qué es lo que
hace, éste le dice que, obviamente, hablar con las piedras, ¿o es que ella no
las oye? Ariadna responde que tal vez, pero que en todo caso no las comprende,
por lo que el padre decide enseñarle a su hija el lenguaje de las piedras.
Testigo de todo esto, la
madre opta por no interrumpirles y dar un largo paseo, pensando que, con un
poco de suerte, cuando vuelva ya habrán preparado el desayuno. Y así ocurre,
efectivamente. Mientras comparten las deliciosas tostadas y el café, ya le
parece entrever una leve mejoría en su hija, que ha pasado a tener una tímida
sonrisa dibujada en la cara. Espera que se le quede de forma perenne.
El lunes, al contrario que
los meses anteriores, Ariadna vuelve a ir contenta a la escuela, y el padre se toma
gozoso otro día de fiesta para ver cómo van las cosas en el recreo. Lo que está
por suceder de ningún modo lo podía imaginar: como de costumbre, los demás niños y
niñas, incluso las que fueron sus mejores amigas, le lanzan tierra, piedras y
trozos de bocadillo, pero esta vez, Ariadna les grita a las piedras que se
detengan, que ella no ha hecho nada para que sean tan crueles, y que por favor
se vuelvan por donde han venido. Y así hacen las piedras, para sorpresa de
todos, que, frenando en seco en pleno vuelo, se dan media vuelta y salen
disparadas hacia las cabezas de los niños y niñas que las habían tirado. Doloridos
y aterrorizados, estos se van corriendo a dentro de la escuela para no volver a tirarle nada
nunca más a Ariadna.
Martín, el niño tímido del
que también todos se burlan, se acerca a Ariadna y le pregunta que qué es lo
que ha hecho, y ésta le dice que, obviamente, hablar con las piedras, para explicarles
lo injusto de la situación, ¿o es que él no las oye? Martín responde que tal
vez, pero que en todo caso no las comprende, por lo que Ariadna decide
enseñarle a su nuevo amigo el lenguaje de las piedras.
Nota: Cuento improvisado a partir de la palabra
"piedras".
Nota: Todos los cuentos improvisados se pueden encontrar en este link:
INSAAC, Cocody, Abidjan, Côte d'Ivoire (2017)
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