Te
llevaste contigo las razones; te llevaste contigo el conflicto que surgió en tu
cabeza –si es que surgió– cuando caías: ¿habré hecho bien? ¿me habré
precipitado? ¿me habré dejado el gas abierto? No te podré preguntar si lo que
nos unía era esto o lo otro, o si siempre has sido un electrón libre, si tu
salto fue tu acto último para diferenciarte del resto... si la enfermedad te
hizo o te aprovechaste de ella, si fue la excusa perfecta para abandonar,
incapaz de gestionar el bajón que acontece tras todo, incluso tras la más breve
acción o triunfo... si el secreto está ahí, en cómo aceptar, parsimoniosamente,
el que nada de lo que digas o hagas trascenderá, que sólo algunos de tus
allegados recordarán las más irrelevantes de tus anécdotas, sin una lógica que
nadie, y menos uno mismo, puede controlar.
¿Llegamos
verdaderamente a entendernos alguna vez? ¿Atravesaron mis palabras el filtro de
tu medicación? ¿Lograron las tuyas superar el velo de mis prejuicios y de mi
condescendencia? ¿Podré comprenderte alguna vez, si es que tenían en realidad algún
sentido? ¿Eras tú el Joker –o lo soy yo, o ambos en cierto modo–? (abusando de
esta frase tan reciente, pero que ya desprende el tufillo pseudo-intelectual
que contagia todo aquello que ha sido muy manoseado) ¿quién de los dos sufría
más porque la gente esperaba que no nos comportásemos como si tuviéramos una
enfermedad mental?
No es que si hubieras decidido quedarte vivo te
hubiera preguntado nada de esto alguna vez, pero me jode que fueses tú quien
decidiese unilateralmente en un momento dado negarme la opción. Porque, aunque
no queramos reconocerlo, nunca nada trata del otro, siempre todo es sobre uno
mismo: mírame, quería escribir sobre ti, sobre cómo te echo de menos, y he
acabado escribiendo sobre mí.