Ante la expectante pasividad del chico, el indigente tomó la
iniciativa. Se levantó, realizó un intento de reverencia, que se quedó en
aspaviento grotesco, y se presentó a si mismo como Sr. Arturo. A continuación
le mostró en pocos pasos cómo limpiarse las legañas, arte que muchos y respetados
adultos todavía no dominan. Tras ello inició un largo monólogo en el que trató
de resumirle su periplo vital hasta el momento en que se habían conocido.
A pesar de que el lenguaje corporal del indigente se asemejaba a una
sucesión de espasmos epilépticos y que su halitosis causaba en el prado el
mismo efecto que los paseos de Atila, Pedro atendía a su relato con gran
fascinación, algo que no resulta extraño considerando que, uno, no entendía
nada y, dos, hasta entonces sólo se había relacionado con la acera.
Cuando el Sr. Arturo hubo acabado de hablar, se percató del estado
aparentemente catatónico del adolescente, y cayó en la cuenta que no había sido
motivado por su verborrea, sino que éste se prolongaba desde el primer instante
en que lo conoció, aquél en que le había ofrecido su vino de garrafón. Eso lo
perturbó.
Tras unos compases desconcertantes, abroncó a la orquesta, espantó a
las moscas de sus pies y creyó dar con la explicación a su aletargado
comportamiento. Los síntomas del chaval lo evidenciaban. Obviamente no podía
sino tratarse de una nueva víctima de las reprobables perversiones de Michael
Jackson. Un muchacho más. Otro. Traumatizado por los abusos de la estrella del
pop. Vagando sin rumbo por las calles. Además, con toda seguridad –pensó el Sr.
Arturo-, la vida de su nuevo compañero estaría amenazada por grupos de
enloquecidos fans del músico, bebedores de líquido anticongelante, deseosos de
eliminar cualquier evidencia que pudiese poner de nuevo en peligro la carrera
de su ídolo.
No. El Sr. Arturo no podía dejar que esas hordas de chiflados
histéricos con camisetas ceñidas, adoradores de un paramecio de piel cambiante,
se saliesen con la suya. Cual Escarlata O’Hara, juró con voz audible, prietos
los puños y en cinemascope que protegería al chico con su vida y que no
descansaría hasta lograr que la verdad saliese a la luz pública. Los
transeúntes a su vera aceleraban el paso. Las bolsas aplaudían. Lágrimas por
doquier.
Acto seguido el indigente adoptó una mirada de suspicacia que –y esto
es un secreto– pretendía mantener con carácter perpetuo. Además, su ceño se
frunció y la joroba pareció repuntar. Señales inequívocas todas éstas de su
nuevo estado de alerta, que no abandonará hasta varios parágrafos después, por
agujetas en los músculos faciales y calambres en el trapecio y deltoides.
Nota: ver secuencia completa de notas sobre la breve y bizarra vida de Pedro Pedersen en el link:
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