Hoy
es lunes; la gente me molesta, y no lo puedo disimular. Me molesta su
presencia, su volumen en el entorno físico que me rodea, sus invasiones de mi
espacio personal, sus miradas, ruidos y conversaciones, sus insoportables
andares erráticos, desviándose a un lado u otro, justo cuando intento
adelantarlos caminando por la acera – ¡joder! ¡y con el auge de los teléfonos
móviles, esas hordas de zombis siguiendo a una pantalla, esto ha empeorado
exponencialmente! –.
Hoy
es martes; sintiéndolo mucho, la gente también me molesta, y tampoco lo puedo
disimular. No soporto la peña que va una hora sentada en el tren sin hacer
nada. ¿¡Pero qué les pasa a esos besugos!? ¿¡Cómo pueden perder tanto el tiempo!? ¡Leed algo por lo menos, imbéciles! ¿¡Acaso vuestros pensamientos sean
tan valiosos!?
Hoy
es miércoles; la gente… bueno… ya os lo podéis imaginar… En el metro, floto
entre los demás como una boya en un océano de gilipollas grado 12 en la escala
de Beaufort. En Union Square, me llevan desde el andén de la línea L hasta el de la
línea Q, sin tocar con los pies en el suelo. Da lo mismo que ese no sea mi
transbordo, el que planeaba hacer esta mañana, como todas las demás. No. No es ese el propósito del metro. Para nada. El metro está diseñado para
desquiciarme, para hacerme sentir que formo parte de un rebaño, por mucho que
no quiera, y restregarme por la cara que mi destino está sellado, y que yo no
lo gobierno.
Hoy
es jueves, y a ver si lo adivináis... Sí… y no tengo ganas de soltar más bilis
en este diario… Y no, esta semana logro no caer en la tentación de irme de juernes,
porque luego me despierto el lunes sin saber dónde estoy, y con 5 kilos menos.
Hoy
es viernes. Los enemigos de la ducha han tomado la ciudad. Corro por mi vida.
Busco la chica de la chaqueta azul. ¿Dónde estás? ¿Por qué te fuiste? ¿Será
comer cocido lo que nos hizo tan aburridos? ¿De verdad llegamos a enrollarnos
en aquel bar ponzoñoso el fin de semana pasado, o lo soñé?
Hoy
es sábado. Las nubes parecen lo que uno ve en el mar, estando sumergido, cuando
una ola rompiendo le pasa por encima; el cielo labrado. Desde la terraza puedo
ver la decadencia dulce y elegante del Hotel
Bellevue, y las copas de los árboles;
incluso en estos días más oscuros y fríos, aún son de un verde refulgente, como
si estuvieran siendo bañadas por el Sol duro de agosto.
Hoy es domingo. El exceso de vinacho en estos
almuerzos eternos me deja el cráneo viscoelástico; mientras me conducen de
vuelta a casa –pues yo no puedo manejar–, el cerebro sigue con un cierto retardo
plomizo los movimientos de la cabeza a uno y otro lado por las curvas. El Sol
está bajo en el cielo, regalándome una luz increíble de otoño, que parece
viajar paralelamente al horizonte. Los rayos, entrecortados por las hayas a mi
lado de la carretera, golpean mi cara como telegrafiando un mensaje en Morse:
“no vuelvas”.
el mensaje del Sol, Hostalric, Catalunya (2023)
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