El
abuelo bajaba cada tarde a las 17h por la calle Camèlies con su Ford Fiesta. Se
convirtió en un hábito tan enraizado que siguió haciéndolo después de muerto. Otro
de esos pasajes del pasado que se parecen cada vez más a una leyenda artúrica
que a algo que realmente sucedió. Fue su respuesta a este combate desigual contra la mierda. La batalla perdida por el control de todo lo que nos rodea,
en el que la queja no es real a no ser que sea compartida. Y es que demasiados días el mundo se levanta con ganas de tocar los cojones, disfruta haciendo
correr a cojos detrás de trenes que abandonan sin ellos la estación; días en
los que te restriegan por la cara las más variadas muestras de injusticia y
escoria humana.
Perdido como ese
hombre sin acentos en el teclado, el abuelo hacía cuanto estaba en sus manos para
compensar la enorme desventaja respecto de sus rivales, cuyas espadas no tenían
el filo mellado; palabras con que disolver el veneno de sus mentiras. Te daba ese
amor especial que sólo logras sentir como tal cuando alguien no hace, conscientemente,
un esfuerzo por dártelo. El costurero de un saco grande para que todos cupiesen
en él.
Y te llamaré mentiroso si me dices que las fosas
están llenas de personas especiales como él; un suave susurro de la hoja de
parra, resumen de nuestra contribución, el flaco y olvidadizo mentor. Quizás
fui yo el que me acostumbré tanto a
verlo bajar cada tarde a las 17h con su Ford Fiesta, que, a fuerza de quererlo,
seguí viéndolo descender esa calle Camèlies después de muerto.
dedicado a mi abuelo: José Rojas Casanova
Louisiana Museum of Modern Art, Humlebaek Fár, Denmark (2005)
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