En la estación de metro de Bedford Avenue mora un faro que marca el punto de partida de todos los caminos, pero de los caminos de hierro postmodernos, que ya no conducen a Roma sino a Sodoma, donde el cuerpo de ninguna persona logra resistir el disolverse en mil pecados y tribulaciones, embutidos en una primera versión rupestre del hyperloop de E. Musk hecha de hojalata, a través de las profundidades de los océanos más oscuros. Un supositorio por el ano del Averno.
Hasta el observador menos aventajado puede concluir de las miradas de los centenares de viajantes que pasan a cada segundo junto al faro que a la gente le falta algo en sus vidas, pero les diría que no hay razón para estar tan enojado, 1000 millones de personas sufren de hambre y no son una de ellas. Muy probablemente, lo más duro que les va a ocurrir en la vida es que se les caiga el teléfono en el wáter, canta el músico callejero, del que a uno le cuesta discernir si se trata de un hobo o es que va disfrazado de Jesucristo Superstar, con su larga melena sucia y lacia.
Aun así, a estos tristes peones del sistema –el Soylent Green, los protein blocks, el mojo picón que alimenta al fantasma de la máquina, proveyéndolo de los nutrientes que tanto necesita para perpetuarse y continuar subyugándonos a todos–, a estos tristes personajes, decía, grasientos eslabones lacerados que esperan cabizbajos la llegada del metro, parece no importarles que el Shai-Hulud de acero, rugiendo por las entrañas de la ciudad que no duerme, de tan rápido y cerca que pasa de sus narices les pueda cercenar los brazos con los que sujetan sus maletines y móviles de camino a la oficina, la gabardina manchada de sangre espesa. O que el aliento que sienten en la nuca es el de un pobre desgraciado que está en ese justo momento decidiendo si se tira él a la vía, o si empuja al que tiene delante. Así de absortos están por las pantallas de los mismos, devorando mierdas dispares tan banales. Horror cósmico que hace palidecer a los muertos. Ríete de los cuentos de Lovecraft, monjita de la caridad, esbirra de la Madre Teresa de Calcuta. Cthulhu es solo el lobo de la Caperucita chutado. Muerte al que no me reviente el suelo, con los pies, gritando y desgañitándose de rabia por lo estrecho del aro por el que nos están haciendo pasar. No, de verdad. Muerte al que no me reviente el suelo. Y sino, seré yo el que le reviente la cara, o mejor, lo empuje a la vía, a las fauces del gran gusano de acero.
Hasta el observador menos aventajado puede concluir de las miradas de los centenares de viajantes que pasan a cada segundo junto al faro que a la gente le falta algo en sus vidas, pero les diría que no hay razón para estar tan enojado, 1000 millones de personas sufren de hambre y no son una de ellas. Muy probablemente, lo más duro que les va a ocurrir en la vida es que se les caiga el teléfono en el wáter, canta el músico callejero, del que a uno le cuesta discernir si se trata de un hobo o es que va disfrazado de Jesucristo Superstar, con su larga melena sucia y lacia.
Aun así, a estos tristes peones del sistema –el Soylent Green, los protein blocks, el mojo picón que alimenta al fantasma de la máquina, proveyéndolo de los nutrientes que tanto necesita para perpetuarse y continuar subyugándonos a todos–, a estos tristes personajes, decía, grasientos eslabones lacerados que esperan cabizbajos la llegada del metro, parece no importarles que el Shai-Hulud de acero, rugiendo por las entrañas de la ciudad que no duerme, de tan rápido y cerca que pasa de sus narices les pueda cercenar los brazos con los que sujetan sus maletines y móviles de camino a la oficina, la gabardina manchada de sangre espesa. O que el aliento que sienten en la nuca es el de un pobre desgraciado que está en ese justo momento decidiendo si se tira él a la vía, o si empuja al que tiene delante. Así de absortos están por las pantallas de los mismos, devorando mierdas dispares tan banales. Horror cósmico que hace palidecer a los muertos. Ríete de los cuentos de Lovecraft, monjita de la caridad, esbirra de la Madre Teresa de Calcuta. Cthulhu es solo el lobo de la Caperucita chutado. Muerte al que no me reviente el suelo, con los pies, gritando y desgañitándose de rabia por lo estrecho del aro por el que nos están haciendo pasar. No, de verdad. Muerte al que no me reviente el suelo. Y sino, seré yo el que le reviente la cara, o mejor, lo empuje a la vía, a las fauces del gran gusano de acero.
Clint Eastwood in Pale Rider (1985), drawing made in a bar in Alicante, País Valencià, Spain (2025)
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