martes, 19 de julio de 2022

érase una vez un país de mierda

Érase una vez un país de mierda, en el que sus pobres habitantes, los enanitos comodones, sufrían la tiranía de una justicia inoperante y politizada (y os preguntaréis, con razón, que qué querrá significar esto, que tan opuesto parece a lo que por definición debiera ser la justicia, pero no lo explicaré, porque es demasiado aterrador, y escapa al insulso objeto de esta fábula). Érase una vez un país de mierda, en el que muchos veían al resto como molestias, y poca gente consideraba a los demás como lo que verdaderamente son, las personas más importantes del mundo.

Era un país de mierda, sí, pero caminar por sus calles regalaba a menudo bellos momentos para aquellos que estaban atentos. Sonrisas radiantes de unos padres jugando con sus hijos. La entrega atropellada de unos amantes noveles bajo un fresno. Cielos y nubes y atardeceres imposibles, que teñían de rojo los imponentes rascacielos de cristal. El gorgojeo del agua en las fuentes y el frisar de las hojas de los árboles. Era un país de mierda, sí, pero cada paseo podía deparar momentos mágicos, si uno prestaba atención. Caminar por la vida en vez de navegar por ella en metro, pues “la prisa mata”, como decía Macaco, en esos malditos trenes subterráneos, en el subsuelo de ese país de mierda. Y ahí escribía estas reflexiones, como lo haría alguien dirigiéndose hacia una muerte segura, siendo la causa de tanta aprehensión el simple hecho de no tener un techo asegurado, un lugar donde dormir. ¿Se puede alguien realmente imaginar cómo debían ser las noches para un sin techo –y más en un país de mierda–?

Pero como era un país de mierda, siempre había alguien presto a considerar que los más míseros sin techo no eran pobres, pues tenían móvil, u otro ufano al comentar entre risas que “al menos ellos no tienen el problema que tenemos la mayoría con las redes sociales [1]”, tan pretenciosos que somos, intentando que todas nuestras gilipolleces [2], que encima quedan grabadas para siempre, lleguen al público más amplio posible.

***

“La pobreza del pueblo es la defensa de la monarquía. La indigencia y la miseria privan de todo valor, embrutecen las almas, las acomodan al sufrimiento y a la esclavitud, y las oprimen hasta el punto de privarlas de toda energía para sacudir el yugo”.

                                                      Santo Tomás Moro

 
edificio histórico cuyo nombre no recuerdo, Zaragoza (2009)


[1] La explicación por la que no hay que hacer caso a los trending topics en las redes sociales es sencilla: “Los contenidos extremos y la confrontación provocan las emociones más intensas en las personas cuando navegan por internet. Las emociones más intensas son las que producen una mayor cuota de atención e interacciones en las plataformas digitales. Las redes sociales transforman la atención e interacciones de los usuarios en datos y los datos en dinero gracias a la publicidad. Consecuencia: los algoritmos de las redes potencian la visibilidad de contenidos extremos y la confrontación”.

[Rebeca Solnit] describe su experiencia de vivir en San Francisco como “ser un conejito devorado por la serpiente de Silicon Valley”, a quien acusa de haber traído “la era de la tecnología”. Una coyuntura que genera “aislamiento e individualización. La gente no pasa mucho tiempo en público, en grupo”. Esto es preocupante porque, según sostuvo, “la democracia depende de que tengamos esa conexión con los extraños, con gente distinta a nosotros. Si no salimos y no nos movemos, lo perdemos”. “Necesitamos de la acción colectiva para proteger incluso los elementos de nuestra vida más introspectivos y personales que se han visto borrados, pisoteados, menospreciados”, afirmó

[2] Texto copiado de una entrada de una amiga en Facebook: El coeficiente intelectual medio de la población mundial, que desde la posguerra hasta finales de los años 90 siempre había ido aumentando, en los últimos veinte años está disminuyendo… Es la vuelta del efecto Flynn. Parece que el nivel de inteligencia medida mediante pruebas está disminuyendo en los países más desarrollados. Muchas pueden ser las causas de este fenómeno. Una de ellas podría ser el empobrecimiento del lenguaje. En efecto, varios estudios demuestran la disminución del conocimiento léxico y el empobrecimiento de la lengua: no solo se trata de la reducción del vocabulario utilizado, sino también de las sutilezas lingüísticas que permiten elaborar y formular un pensamiento complejo. La desaparición gradual de los tiempos (subjuntivo, imperfecto, formas compuestas del futuro, participio del pasado) da lugar a un pensamiento casi siempre al presente, limitado al momento: incapaz de proyecciones en el tiempo. La simplificación de los tutoriales, la desaparición de mayúsculas y la puntuación son ejemplos de “golpes mortales” a la precisión y variedad de la expresión. Solo un ejemplo: … Menos palabras y menos verbos conjugados implican menos capacidad para expresar las emociones y menos posibilidades de elaborar un pensamiento. Los estudios han demostrado que parte de la violencia en la esfera pública y privada proviene directamente de la incapacidad de describir sus emociones a través de las palabras. Sin palabras para construir un razonamiento, el pensamiento complejo se hace imposible. Cuanto más pobre es el lenguaje, más desaparece el pensamiento. La historia es rica en ejemplos y muchos libros (“1984”, de George Orwell, y “Fahrenheit 451”, de Ray Bradbury) han contado cómo todos los regímenes totalitarios han obstaculizado siempre el pensamiento, mediante una reducción del número y el sentido de las palabras. Si no existen pensamientos, no existen pensamientos críticos, y no existe disidencia.


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