Cuando la policía
patrulla las calles, lo que busca es el orden. La calle no es el lugar en el
que se gesta el delito grave y mucho menos es el lugar en que, en caso de
gestarse, se detecta. Ninguna estafa millonaria se gesta en la calle, sino en
oficinas con buena conexión a internet. Ningún homicidio se planifica en la
calle. Ningún asesinato se proclama en la calle justo a tiempo para que un
afortunado coche policial pase por allí y lo evite. Quienes deciden que miles
de personas se inmolen por la patria, la religión o el petróleo no lo hacen en
la calle. La destrucción del medio ambiente no se diseña en las calles, sino en
despachos de madera noble. Hay más violaciones evitadas por vecinos que por
policías (lógicamente, pues vecinos somos todos, y estamos en todas partes). La
calle es el lugar de la falta menor, del pequeño desorden, del paso de
personas, siempre sospechosas, pero no del daño social. Las patrullas guardan de
la alteración de lo cotidiano, de la paz del pequeño comerciante y del vecino
miedoso aleccionado por los telediarios, que plasman los barrios y los pueblos
como lugares de riesgo. Las patrullas han ido sustituyendo a los vecinos. Allá
donde había niños y viejos de manera permanente, ahora solo quedan policías
aparcados y gente que pasa. Ese es el ideal del capitalismo: nadie fijo, nadie
quieto, todo el mundo caminando hasta el comercio más próximo, mientras en una
esquina, aparcados, los agentes del orden vigilan que nadie se pare.
La policía - Un análisis crítico (Colectivo La Plebe)
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