Aquí estamos, en la furgoneta que nos ha de llevar a Subotica, en Serbia, sonando a todo volumen en el radiocasete L.A. Woman de los Doors. El hedor a chorizo barato permeando de los asientos o de los bocadillos a medias en las mochilas de los otros pasajeros –no sabría decir–, con ganas de acabar esta jornada interminable atravesando la estepa magiar. El viejo rockero que nunca murió, pero que se quedó estancado en el Woodstock de los Cárpatos, ese es nuestro conductor, Csába –se puede leer en la chapita de latón cosida torpemente a su americana azul–. No vamos más deprisa porque la furgoneta no da más de sí. Porque Csába tampoco da más de sí. Hace horas que pisa el pedal con tanta fuerza que parece que quisiera perforar el chasis para ver cómo es la carretera que sobrevolamos. Csába, las gotas de sudor recorriendo lentamente su papada… ¿fue amado alguna vez? ¿Le hizo alguna señora carantoñas por la calle cuando era un bebé? Me hago estas preguntas mientras veo al grueso y peludo chófer, en un parón para un descanso, tumbado en un banco del área de servicio, con media panza asomando por debajo de su vieja y ceñidísima camiseta de Led Zeppelin –¿la de su primer concierto?–, encogida varias tallas por las múltiples lavadoras que la han zarandeado a lo largo de los años. De esta guisa se asemeja a una morcilla, pero de algún modo la camiseta es una brida que sujeta a todo su ser, para que no se descomponga ni se escurra por los costados.
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