“¡Deja ya ese
entretenimiento tan barato, que el cuerpo gasta menos energía que durmiendo!
¡Te estás perdiendo nuestra película, la película de nuestras vidas! ¡Qué
desgracia de desgraciado eres!”, me decía ella.
Mientras esas palabras
entraban por un oído y salían por el otro, me decía yo a mí mismo, con la voz
en off de Félix Rodríguez de la Fuente, “El esclavo de sus errores raramente
consigue escapar a las trampas que le tiende la vida. Con el paso del tiempo, y
sin quererlo, ha convertido en un arte el caer de nuevo en los viejos errores.
Ahora los comete, muy a su pesar, con gracia y elegancia, como si se recrease
en ello.”
“¡Pues claro, joder! ¡Es
obvio que, a medida que envejezco, me vuelvo más cascarrabias y amargado! ¿Qué
esperabas? ¡Es que los errores que he cometido no dejan sino de crecer con el
tiempo! (de hecho, si te tomas la molestia de mirar mis notas, verás que hace mucho
que recopilo la evolución del número acumulado de errores, y no tiene nada
que envidiar al índice Dow Jones).” Ella me mira con incredulidad.
Y pienso, ¿qué opinaría un
crítico de esta situación, al que no hay nada que produzca mayor excitación que
llevar la contraria a las masas, es decir, que contar a los demás por qué
aquella película que a todo el mundo gusta tanto es en realidad una mierda, con
su muy ensayada (ante el espejo) explicación?
Parafraseando un mítico anuncio de los noventa, “la podredumbre sin
control no sirve de nada”. Y alguien me dirá, “Y con control, ¿sirve a algún
propósito superior?” Pues no. No que yo sepa. Pero de cualquier modo, no puedo
evitar vivir instalado en el futuro, esperando que la vida extienda a mis pies esa
alfombra roja que tanto creo que me merezco. Y recorrerla con mi mejor traje y mi mejor sonrisa, bajo una estruendosa lluvia
de vítores y de flashes.
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