El problema es que, como sucede con todos los combustibles baratos, los intestinos se me averían demasiado a menudo. ¡Y la aguja de la báscula, que no deja de darme sustos! ¡No sabía que la condenada podía dar tantas vueltas de reloj! Me reconforto pensando que sin papada no hay paraíso, pero tampoco soy capaz yo de imaginarme ese como un lugar rebosante de sebo. A decir verdad, más bien todo lo contrario. Lo visualizo como una eterna orgía blanca y aséptica en un anuncio de Coca-Cola light, pasado por un generoso filtro deslumbrante de Instagram, con mucho vapor y gotas de condensación por todos lados: en las barras de las strippers –que se resbalan una y otra vez–, en las nalgas y los senos de esas señoras ligeras de ropa, sobre el cuerpo desnudo de Ringo, el barman de Perdición, en los six-pack de bomberos buenorros que se arrancan de un solo tirón todo el uniforme... mmhm… ¡Pero joder! ¡Que se me empañan la gafas! ¡Ni en esto tengo suerte, que no puedo ni acabar de ver con tranquilidad mis sueños eróticos!
Además de los tapones en mis intestinos, que causan frecuentes explosiones y estragos en los sucios retretes de Perdición –pobre Ringo y su mopa–, el abominable chute de azúcar que mis largas veladas en dicho bar suponen, bourbon tras bourbon, lo compenso dándome por cenado con los cuencos de quicos que me sirven en la barra de tanto en tanto y –no se lo contéis a nadie– alguna que otra galleta low-fat que me trajino en el bolso. ¡Dios, qué malas son! Tiene que ser la moral cristiana –sí, sin duda, eso tiene que ser–, ya codificada en el ADN de nuestros genes en base a tantos siglos y siglos de transpiración, cirios, curas rumiantes, pedófilos y capilaridad, la que provoca que los productos diet estén diseñados para que sepan a tierra seca de vertedero nuclear, pues ya todos nos hemos creído eso de que no puede haber redención ni ganancia sin sacrificio, expiación sin sufrimiento, liposucción sin cicatriz –sí, sin duda eso tiene que ser, y, sino, no me cabe otra explicación–. La próxima vez que vea por aquí a ese par de mormones hipócritas y bobalicones intentando sermonearme, se lo pienso echar en cara.
“Longevidad, eso sí que es divino tesoro, que nos transferimos piel con piel cuando nos abrazamos entre las sábanas. Longevidad. Lo que no está, no existe. Nada me llena. Nada me puede llenar. Y es que todo le falta a un hijo no deseado concebido en un POLY KLYN en la Feria del Pulpo de Porto Novo”. En eso pienso, en ti pienso, mientras me desenvuelvo en Perdición entre los compañeros de mil batallas y tantas caídas y decepciones; pesado, taciturno, sin ganas apenas de hablar, con mi cuenco de quicos semivacío –que no me roben mi cena– de aquí para allá; pero con la familia figurada hay que, pues eso, figurar, hablar aunque no se quiera, fingir que se escucha, y asentir alguna vez, como si se entendiese algo en medio del ensordecedor rumor herrumbroso de vetusto submarino alemán de la Gran Guerra que siempre satura el bar, la estática de unos altavoces que parecen un primer prototipo que Graham Bell regaló a un mercader saudí, y que aquí volvieron tras un siglo sonando en una haima en el desierto. Figurar. En eso consiste la tortura moderna del compromiso. He visto el horror. Soy creador del horror. Destructor de mundos, cual Oppenheimer del Averno manchego.