¿Me acostumbraría algún día a las maneras de cuentos de hadas que tenían los neo-cretenses? ¡Qué ingenuidad de fe tan fantástica! Y sin embargo, sin tal ingenuidad, ¿qué restricciones podían imponerse sobre las picardías individuales? Nada efectivo a la larga, como bien mostraba la historia. Entonces, para llevar lo que los filósofos llaman "la buena vida", sin crimen ni pobreza, ¿acaso la gente tiene que ser prácticamente idiota? Eso parecía: realmente, me dije, sólo durante una época como la última cristiana se exigía el pleno y constante ejercicio del ingenio. El dinero era la mejor amoladera para la inteligencia individual, y en la centuria americana a la que estaba comprometido a mi vuelta [a su vuelta de Neo-Creta, se entiende] iba (…) a ser probablemente la única amoladera.
La libertad de creencia religiosa que teníamos prometida era, naturalmente, una contradicción de términos. Allí donde una autoridad secular central basada íntegramente en el dominio del dinero, se imponía sobre todos los miembros de una nación, tranquilizándoles con la seguridad de que sus creencias religiosas eran de su propia incumbencia privada mientras no se rompía la paz, los verdaderos valores religiosos desaparecían.
No podía existir una verdadera religión excepto en una comunidad teocrática. Y cuando, como en América, se había repudiado incluso una monarquía constitucional, el último vestigio andrajoso de la teocracia primitiva, no quedaban más valores que los monetarios. Cuanto más rico es el hombre, más agudo su ingenio; cuanto más agudo es su ingenio, menos lo es su sentido de la religión. Por otra parte, cuanto más rico es el hombre, mayor es la necesidad de consolidar su posición social, y esto sólo se consigue con una restauración simulada de los valores reemplazados.
Así pues, cuanto más agudo es el ingenio, más majestuosa es la ida a misa, un fenómeno que los americanos señalan con orgullo. ¡Desventurados los hombre ricos de Cafarnaúm! Pero tuvieron su premio sobre la tierra, y aunque Jesús declaró que ningún hombre podía servir a Dios y al Becerro de Oro, sino que debían someterse de todo corazón a la ley mosaica, la ley en sí tintineaba con monedas de oro y plata.
Bueno, yo sólo era un pobre europeo, un recusante incorregible, a quien no reservaban ninguno de los asientos más altos en la sinagoga. Ni tampoco Rusia me seducía en lo más mínimo: el régimen era antipoético. No obstante, si hubiese que elegir entre la idiotez neo-cretense y el super-ingenio americano, era lo bastante simple como para elegir lo primero y evitar las úlceras de estómago, las serpentinas y los trajes de domingo. ¡Pero vamos!
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