Los lagos del deshielo pueblan, hasta donde llega el horizonte,
estas tierras infinitas; como un ejército de mandrágoras,
se sorben unos a otros, se alinean y se retuercen de formas extrañas,
mientras levitamos a diez mil metros sobre Nunavut.
Nos gritan, nos increpan, que ya están listos,
que ya quieren recibir el masaje sobre su cama transparente,
parecen decir, un caótico hilo de espejos plateados,
reguero gordiano de venas repletas de mercurio.
Pero el griterío ensordecedor de un viento gris, que arrasa
con todo lo que levanta un centímetro del suelo, es más poderoso;
el demonio helado que aquí todo seca y carcome,
inmisericorde, empeñado en demostrar, a cada segundo,
quién manda hasta donde llega el horizonte, en estas tierras infinitas.
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