El cubata perfecto es el siguiente. Y así uno tras otro. Y sin uno darse cuenta, hoy es ayer. Lo que cuesta luego abrir los ojos. Cada despertar nos depara una nueva historia. Como cuando amanecimos con unos panes –literalmente– bajo los brazos, y una señal de prohibido estacionar. Esta vez, despertamos en la misma cama con ropas de otras personas –¿o era en camas diferentes con nuestras mismas ropas? ¡Nah! Eso no sería nada extraño, y no me hubiera llamado la atención como para recordarlo como lo hago ahora–.
Volteo la cabeza lentamente, para descubrirte a mi lado. Lo hago por el lado largo, como si quisiese emular a la niña del exorcista, pero tal vez mi cuerpo –sabio a su pesar– lo hace de ese modo antinatural por si se me escapa el vómito. Que seguramente también sería como el de la niña del exorcista. Estás preciosa así dormida, con las ropas de otra persona. Pero la verdad que no recuerdo a quién se las quitamos, o, ya puestos, quién se las quitó a quién, y quién se las puso a quién, así que podría haber cientos de explicaciones a por qué acabamos así. Espero que no fuese nada mucho más fuera de lo normal. Solo un poco de pimienta que nosotros mismos quisimos echarle a ese día a día fuera por vicio, masoquismo o aburrimiento, o todo a la vez, como cuando nos reíamos a carcajada limpia de Manso, el colega saco de huesos que bailaba como si se desmontase.
Tengo la sensación que me pediste que te acariciara mientras te dormías, y yo ahí recostado como el majo desnudo. Esa actividad tenía ciertamente mucho riesgo, a pesar de que nos declarásemos amigos, y no me cuesta nada creer que escalase fácilmente, pero todo es muy borroso, y se mezcla con imágenes de Messi levantando la copa del mundo. No me preguntes por qué. ¿Sería que pensaba en cómo te sentaría a ti, el batín negro de lencería fina que le pusieron los jeques? Pero mejor vuelvo a lo mío. Lo de que el cubata perfecto es el siguiente. Y así uno tras otro. Y lo demás no importa.
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