Nota: Todas las entradas de oikumene se pueden encontrar, en orden cronológico, aquí:
Memnón y Argelao, agazapados en un cañaveral a sotavento del rio, esperan hambrientos
a que se acerque alguna presa desprevenida a beber agua. Mientras empuñan firmemente
sus lanzas, Argelao recuerda un bello –al menos para él– poema de autor
desconocido, que a menudo oía recitar a padre cuando, siendo pequeño, iban
todos de excursión al estanque. Es curioso cómo el paso del tiempo devuelve a
la memoria detalles que entonces pasaban desapercibos, pero que su alma debió
retener, como las miradas cómplices que padre y madre intercambiaban, mientras
el primero declamaba los versos teatralmente, sosteniendo con la siniestra una
máscara improvisada hecha de mimbre.
El cañaveral a la vera
del río.
Su cintura, la peineta,
y el olor de sus afeites.
Los hayedos frisando,
y el amuleto del
minotauro.
Es el estanque perdido,
el sonido del cuerno.
El cazador acecha,
el que puso el arco en mi
mano,
el asceta, y yo busco la
presa.
No nos vemos, pero la
siento.
El jabalí no pierde el
tiempo.
No lo hay, para mirar en
derredor.
La bestia enviste,
sus colmillos por
delante.
Me ha dicho que venderá
cara su piel.
El cazador acecha,
el que puso el cuchillo
en mi mano,
el asceta, yo lo hundo en
su garganta,
y brota la sangre caliente.
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