Tanto fisio, tanto gym y tanta polla, y luego
van al primero en ascensor. Aquél parece que, para ahogar su virilidad, calza
las medias ajustadas de su hermana pequeña, y de ahí su piel amoratada, que los
demás culturistas toman por moda venezolana, y corren raudos a intentar imitar.
El otro viste como un astronauta a punto de despegar, para hacer cuatro sentadillas.
Y es que, incluso con los sentidos enturbiados por tanto gin tonic, me
cuesta creer que no es una observación objetiva el que parece que la
civilización se hunde, al tiempo que me rebasan tantas decenas de mamarrachos viejunos corriendo por la calle como Power Rangers zafios y horteras,
con vestimentas fluorescentes y doscientos mil accesorios inútiles acoplados a
sus cuerpos fofisanos: pulsímetros, tacómetros, geolocalizadores, radiobalizas
omnidireccionales, botellines de bebidas reconstituyentes con electrolitos y
sales minerales, etc., total para hacer 3 quilómetros. Cuelgan un cartel
gigante a la espalda, cual Cristo con la cruz, que grita a los cuatro vientos
“tengo la crisis de los cuarenta, pero no me llega para un deportivo, o me
llega, pero mi parienta me mataría si me lo comprase, y por eso lo único que me
queda es arrasar la sección de mallas hipopiréticas e hidrofóbicas del Decathlon”.
Sonar dia, Barcelona, Catalunya (2005)