“¡Despertad, malditos!”,
vociferaba el telepredicador en la gran pantalla. Su grito coincidió con esos
largos y ásperos instantes entre un tema que se acaba y el próximo que está por
comenzar, y avanzó abriéndose paso entre el humo como una horda de Hunos, para
desgarrar los tímpanos de los allí presentes. El asunto no tendría mayor
interés si no fuera porque el desgraciado hipócrita que gustaba de sermonear al
personal en las ondas estaba sentado a mi lado, apurando el último vaso de ese
bourbon guatemalteco, marca de la casa en Perdición, mi antro de adopción,
origen y fin de todos los caminos.
También, pero al otro
lado de la sala, Elder Pinchot y Elder
Coleman –o al menos así rezan sus plaquitas identificativas en la
americana–, dos chavales mormones que, tras pasar el día molestando de puerta
en puerta, terminan su jornada al servicio del Señor abrasando sus gargantas
con ese mismo mejunje. Elder Pinchot, los focos
alumbrándole la papada. Es el niño bobón de cabeza titánica que nadie quería nunca en su equipo de fútbol.
En este mundo parece que quien habla primero lleve la razón. Así, vivimos
rodeados de personajes cuyo lema es “no importa la imbecilidad que pienses o quieras
difundir, sencillamente dila antes.” Lo que digan los demás se catalogará como
simple reacción, carente del glamour y la fuerza de una declaración primigenia,
la que abrió la caja de Pandora.
Nota: de la serie "historias de Perdición"; aquí el resto: https://joseirojas.blogspot.com/2022/01/historias-de-perdicion.html
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