Es un puente. La ciudad está vacía. De los centenares de ideas estúpidas que rondan sus cabezas a cada segundo, sólo unas pocas dan en el blanco, y, entre ellas, algunas llegan a colarse entre sus filtros de estupidez, averiados desde que pisaron el mundo, para lograr materializarse. Ese día, una de estas afortunadas es terminar todas las botellas de whisky de fiestas anteriores que siempre se amontonan en el mueble bar –idea muy estúpida, sí, pero, por otro lado, una que pasa los filtros muy habitualmente–, y, la otra, ir al Mister Dollar, un local de striptease donde uno puede ahogarse en metal, bajo la luz de infinitos neones de rosa, y la atenta mirada de las rubias explosivas de pelos cardados en los posters más deseados por los camioneros de los ochenta.
La elección no es casual. Habían pasado ya muchos años de eso, pero el Mister Dollar era el lugar en el que, estando en el instituto, se prometieron perder la virginidad, si tal cosa no había sucedido antes de cumplir los 18 –promesa estúpida, sí, pero, por otro lado, y a juzgar por la abundancia de películas del estilo de American Pie, muy habitual–. En su infinita inocencia, ni siquiera eran conscientes de la imposibilidad de cumplir tal propósito en un bar de striptease decadente, tanto por el hecho que ahí no se hacen esa clase de trabajos, como, obviamente, por su minoría de edad, si iban antes de los 18. Así pues, ahí están, por fin, unos 12 años después de hacerse la estúpida promesa. Por supuesto ninguno es ya virgen, pero cómo lo lograron… eso es otra historia.
Cuando das vueltas por la ciudad, crees que todo está en harmonía con tus biorritmos, que todos duermen y trabajan a la vez, que los extras de tu vida aguardan estoicamente en habitaciones, armarios, guaridas y rincones a que aparezcas por ahí. En cualquier caso, es fácil olvidar que las chicas del Mister Dollar no son personas alegres y promiscuas que te acompañan desinteresadamente, sino empleadas, y, por tanto, que también libran, enferman y se cogen días de fiesta. Así, al llegar a ese antro nos llevamos la desagradable sorpresa que está desierto.
Dos megalómanos colgados sin nada que hacer, un puente en el que la ciudad está muerta. Solos en ese agujero –salvo por un par de porteros y dos chicas charlando que nos les prestan la menor atención–, sentados en el centro de unas hileras de butacas vacías, ante una pantalla gigante en la que una cuenta atrás informa aparentemente del tiempo restante para la próxima actuación, mientras muestra imágenes de peep-shows como el que presumiblemente seguirá –se entiende, para lubricar la lívido de la audiencia–, pero que en realidad vuelve a empezar desde el principio cada vez que alcanza cero, sin que nada cambie.
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